“El cambio no es algo que debamos temer. Es algo que debemos abrazar”, Michelle Obama.
Todos hemos oído hablar de la zona de confort. Ese estado o situación familiar que nos hace sentir seguros, en control y nos proporciona serenidad y comodidad. Incluso si la persona en la que más confiamos nos jura que un cambio es fructífero y prometedor, siempre hay una parte de nuestro cerebro que nos susurra “¿Y si esta elección no es la adecuada? ¿Y si no se ajusta al plan? ¿Y si echo a perder aquello que tanto trabajo me ha costado conseguir?”.
El miedo a lo desconocido.
Tal vez aquel cambio mejora radicalmente nuestra vida, pero frente a lo nuevo, preferimos quedarnos con lo que sí conocemos. El dicho “más vale malo conocido que bueno por conocer”, no podría ser más cierto.
Y es que la realidad es esta: nos vence la pereza. Aunque sepamos que el cambio es para mejor, el esfuerzo que supone adaptarse a él, curiosamente, no nos compensa.
Imagina un coche con cuatro ruedas cuadradas. Absurdo, ¿verdad? Todos sabemos lo complicado que sería conducirlo, la fuerza que tendría que ejercer el motor, por no hablar de la cantidad de gasolina que malgastaríamos en el intento. Bien. ¿Y si trasladamos esta imagen a otras esferas?
¿Cuántas veces nos hemos complicado la vida por no querer cambiar un proceso que no funciona? ¿Cuánta energía hemos desperdiciado al salir de paseo con un coche de ruedas cuadradas? ¿Cuántos dolores de cabeza nos ahorraríamos si reconociéramos la importancia de cambiar el mecanismo de las cuatro puntas por el que no tiene ninguna? Somos presos de nuestra propia dinámica tediosa e impráctica… Y, sin embargo, los únicos capaces de liberarnos somos nosotros mismos.
Está más que demostrado, no solo en nuestra vida personal, sino también en el ámbito profesional. Son muchas las empresas que desperdician aquello en lo que realmente quisieran ahorrar: tiempo y dinero.
La teoría de la rueda cuadrada puede aplicarse a miles de situaciones, algunas incluso con costes más altos (y no me refiero sólo al dinero). Por ejemplo, en el sector farmacéutico se tiene que ser especialmente cuidadoso con “un simple error de texto”. Es evidente que la falta de precisión y de eficiencia puede conllevar riesgos de salud pública. Si una píldora para la tensión arterial no indica la cantidad correcta de principio activo, además de tirar tiempo, dinero y esfuerzo, también perjudicamos a la salud de quienes la consuman. Cualquier medicamento e incluso los complementos alimenticios suponen un control estricto de sus ingredientes y posología.
Sigamos adaptando nuestra teoría a otros ámbitos. Si pensamos en una estructura tradicional y jerárquica, seguro que coincidimos en que no destaca por su flexibilidad a la hora de tomar de decisiones, ni de implementar cambios. Su aversión al riesgo y su cultura empresarial conservadora, implican una menor disposición para adoptar nuevas tecnologías, lo que a su vez puede afectar a su eficiencia.
Parece que nos gusta complicarnos la vida. Si existen coches con ruedas redondas ¿por qué nos empeñamos en salir de paseo con uno que las tiene cuadradas? Posiblemente sea por falta de tiempo. Tiempo para hacer las cosas bien, con menor esfuerzo y riesgo de costosos errores.
Cuando nuevas soluciones a mecanismos tradicionales emergen y nos ofrecen toda la confianza y seguridad ¿qué aspecto nos genera dudas? De hecho, ¿realmente nos las genera? ¿O simplemente estamos tan acostumbrados a los mecanismos tradicionales que no se nos ocurre plantear una alternativa? Es como dudar de una peridural durante un parto ¿nos gustan más los partos sin dolor o con dolor? Hacer un rediseño de 1.000 productos es un parto de riesgo, y se tiene la opción de hacerlo con dolor o sin dolor, con extra coste o sin, con retraso o sin, y así sucesivamente.
Volvamos a nuestra preciada zona de confort… ¿Estamos seguros de que es confort lo que nos proporciona? Quizá sería mejor llamara zona conocida. A la hora de reconocer que necesitamos un cambio positivo y de dar un paso hacia lo desconocido, primero debemos plantearnos las 3 W: What, How y Why.
El “qué” suele ser la pregunta más sencilla de identificar: cada persona o cada organización del planeta conoce su función. Podemos identificar cuáles son aquellos aspectos de la vida personal y profesional que podríamos mejorar, o que nos generan más trabajo que otros.
Algunas personas pueden contestar al “cómo”: ¿cómo hacer para modificar lo que identificamos previamente? ¿Cuál es el plan a seguir? ¿Cómo serán los nuevos mecanismos?
Finalmente, pocos son quienes conocen realmente el “porqué” de lo que hacen. ¿Cuál es su propósito?, ¿cuál es su creencia?, ¿por qué defienden una causa y no otra?
Simplemente lo hacen.
Te propongo hacer un último ejercicio: escoge cualquier aspecto de tu vida e intenta pensar por qué actúas de esa forma y no de otra. ¿Existen mejores maneras de hacer las cosas? Posiblemente te vengan a la mente otros caminos que todavía no has explorado.
Así pues, te animo a buscar constantemente formas de mejorar y evolucionar, a que cuestiones el statu quo y lo que tan bien conoces. Preguntarse el porqué de lo que hacemos nos lleva a respuestas en las que quizá nunca habíamos pensado. Si comprendemos el propósito y las motivaciones que nos mueven, podemos impulsar un cambio positivo y vencer la resistencia a las nuevas ideas.