Digital: algo que ha venido para quedarse. Los diferentes canales de ventas, cual más y cual menos, están íntimamente interconectados entre su forma física y su alter ego online: las tiendas ofrecen recoger pedidos hechos en la web del retailer; las farmacias ven su asesoría de barrio integrada con las informaciones que el paciente encuentra en redes sociales; los médicos hacen visitas de telemedicina desde la consulta entre dos pacientes que han acudido al centro presencialmente, y mucho más.
Porque ser digitales no significa simplemente tener el ecommerce activo: es algo más, un lugar en el que se buscan informaciones globales y añadirlas a las que nos vienen de nuestro farmacéutico de barrio para confrontar, comparar, comprobar, opinar y, al final, decidir nuestra propia verdad.
Porque esto es el objetivo, el gran vaso de Pandora: entender qué es lo real, lo cierto, y qué es ruido y malas informaciones.
En este escenario, nace una figura que coge peso en los últimos años: el influencer. Todo empieza con personas que comparten sus experiencias, más o menos logradas, en redes sociales para desahogarse o ser “el vecino” que sabe algo de este tema. Se convierte, con el pasar del tiempo, en una profesión: especialista o “de cabecera”, científico o naturalista, coaching, stylist, healty: grandes palabras, inglesismos fáciles, lo importante es tener seguidores.
Y, poco a poco, tener tanta visibilidad para que esto llegue a la atención de las empresas, las cuales están dispuestas a ceder su producto o servicio para que pueda probarlo y, claramente, dar una reseña positiva a sus seguidores. Y si eres bueno en lo que haces, quizá un día hasta te pagarán en metálico para esto. Solo que, la mayoría de las veces, eres bueno en captar atención, no tanto en lo que es el argumento que tratas en este momento. El mensaje se ha confundido con el medio de comunicación. Cuidado con esto.
Sin embargo, en todo esto, hay también quien vive de hacer de trámite. Nada nuevo, los agentes de las personalidades y personajes públicos siempre han existido; pero ahora no gestionan tanto una persona como tal, si no conceptos: te pueden ayudar en crear reseñas en plataformas de marketplaces, te buscan microinfluencer para darle el guiño correcto de productos y mensajes para que te publiquen bien y te ayudan en tu comunicación a terceros con mensajes aptos para la audiencia de ciertos influencers, en una búsqueda de falsa autenticidad.
Porque sí, es complicado encontrar en este panorama lo que es real de lo que es guiado y, en este último, lo que está bien promocionado de lo que es simplemente una operación de compra-venta.
No es misterio de qué en Francia, el pasado mes de junio, han empezado a dar penas a los influencers si se comprueba una comunicación falsa, con tanto de posible reclusión o, aún peor, social shaming. La pena consiste, en el caso de haber promocionado un producto o servicio edulcorándolo en su comunicación con filtros para fotos o mensajes ambiguos, a mostrar los resultados reales, #nofilter, desmintiéndose públicamente y admitiendo de haber recibido dinero para esto, si no lo han dicho antes. Peor que ser oscurecidos por un tiempo, porque pierdes credibilidad, pierdes los que realmente estás haciendo: ganar público.
¿Y cuánto tardará en llegar este tipo de normativa al resto de Europa? ¿A España?
Entonces, en todo esto, la ética de la comunicación puede jugar un papel fundamental, una ética que empieza por dentro de las organizaciones y empresas.
Las herramientas están y, per se, son neutras y neutrales. Está en nuestras manos, en los departamentos de marketing y comunicación, saber cómo utilizarlas; creando contenido veraz, más que plausible, rechazando “falsas reseñas” pero premiando las realmente buenas, apuntando sobre la calidad del producto y mostrando sus beneficios sin necesidad de exagerarlos.
Buscando soluciones alternativas a todos nuestros productos, entrando en cualquier canal de venta como “oportunidad” porque “es ahí que va la gente”, perdiendo, así poco a poco, en esta continuada búsqueda de clientes y sus maneras de engancharlo, lo que hace nuestro producto “auténtico”.
Sí, porque siempre, desde maketing y comunicación, pedimos la autenticidad de la reacción y estamos dispuestos a pilotarla como más podamos, para que esta nos guste. Perdiendo, claramente, el enfoque inicial, intrínseco en el concepto de “auténtico”.
Y esto, al final, se percibe por parte de las personas.