La segunda oleada de COVID-19 ha llegado a Europa y las cifras no son nada alentadoras. Esta segunda ola, en invierno, llega acompañada de la habitual epidemia de gripe y otras enfermedades estacionales que generarán todavía más presión sobre el sistema sanitario. En este contexto, es imprescindible aprovechar el potencial de la tecnología para la atención social y sanitaria como una de las medidas para gestionar el reto al que debemos hacer frente.
El resurgimiento de la COVID-19, una temporada de gripe severa, un largo período en el que el sistema no ha podido atender las necesidades de salud por la propia disrupción que ha supuesto la COVID19 en la actividad ordinaria, unos profesionales con niveles de estrés y desgaste incomparables, la falta de recetas definitivas para la inmunidad colectiva, el tratamiento y prevención del COVID-19 en el corto plazo y una grave crisis económica en la que parece poco probable que se puedan volver a adoptar medidas de cierre total, constituyen los ingredientes perfectos para la tormenta ideal.
La mayoría de los países europeos están experimentando un nuevo resurgimiento de casos de coronavirus tras desacelerar con éxito los brotes a principios de verano. Se han reportado en Europa más de 5 millones de casos (EU/EEA y UK en fecha 20/10/20) siendo España, Francia y Reino unido los países con mayores cifras de contagio y 200.000 fallecimientos con el Reino Unido, Italia y España liderando este ranking. La gran mayoría de países están declarando diariamente más casos ahora, que durante la primera ola. Aún así, por ahora estos nuevos contagios están generando unas tasas de hospitalización y de cuidados intensivos mucho menores que en la primera ola.
Inmersos en una segunda ola de casos de coronavirus nos adentramos en el invierno que, como sabemos, trae consigo la habitual epidemia de gripe y otros virus respiratorios. La coincidencia de la segunda ola de COVID-19 con la temporada de gripe, muy probablemente, resultará en una demanda abrumadora de actividad asistencial al sistema sanitario y, por lo tanto, debemos prever un invierno de presión sin precedentes en el sistema de cuidados. Según se recoge en el informe de situación de actividad gripal en la temporada 2019-20 del centro Nacional de Epidemiologia del Instituto Carlos III, se superó el umbral basal de epidemia en la primera semana de enero hasta alcanzar una tasa de incidencia de 270 casos por cada 100.000 habitantes y una tasa de hospitalizaciones por casos graves, mayoritariamente mayores de 64 años, de 7,3 CCGHCG/100.00 habitantes en la semana 5/2020.
Las personas mayores y con enfermedades crónicas preexistentes se enfrentan a un riesgo muy significativo de evolucionar gravemente si contraen la enfermedad del coronavirus. Los datos indican que el riesgo de hospitalización en caso de contagio, el riesgo de agudización y consecuentemente, de requerir estancias hospitalarias largas y el riesgo de muerte por COVID-19 es mucho mayor en personas mayores de 60 años, y muy especialmente en mayores de 80 años, que con mucha frecuencia sufren condiciones crónicas previas.
Pero la COVID-19 representa un riesgo, no solo para la salud de los mayores y de los pacientes crónicos que contraen la enfermedad, sino también para aquellos que han visto alterados sus programas asistenciales tanto de salud como de servicios sociales. En estos meses, hemos visto como nuestros sistemas sanitarios se han reinventado para ser capaces de dar una respuesta a la pandemia, teniendo que priorizar la atención aguda y de emergencia para pacientes con COVID-19. Esto ha obligado a suspender, posponer o cancelar programas y servicios asistenciales ordinarios impactando muy significativamente en la población más vulnerable, los pacientes crónicos. Hemos visto como servicios residenciales o centros de atención diurna o servicios de ayuda a domicilio se han visto afectados por cierres de actividad, intervenciones planificadas que han tenido que ser canceladas, servicios de rehabilitación domiciliaria que no pudieron prestarse con normalidad, etc.
En este contexto, también hemos visto como la pandemia ha provocado un punto de inflexión repentino en la adopción de tecnologías digitales en salud para la atención no presencial, impulsando una repentina transformación de servicios. En los sistemas de salud y organizaciones sanitarias que ya contaban con un buen nivel de madurez en infraestructuras tecnológicas básicas como historia clínica electrónica, interoperabilidad entre sistemas, carpetas personales de salud con acceso ciudadano, receta electrónica etc. se ha experimentado un notable crecimiento en el uso de estos servicios digitales.
En los últimos meses la telemedicina y los servicios de atención no presencial han tomado un protagonismo insólito en la agenda sanitaria. De un modo muy acelerado se han adoptado herramientas de interconsulta médica, soluciones de mensajería segura o de consulta virtual con sistemas de videoconferencia y se han iniciado un gran número de iniciativas de gestión remota de pacientes y telemonitorización clínica de pacientes crónicos.
Ahora, es el momento de garantizar la adopción duradera de estos servicios de atención no presencial apoyados en el uso de soluciones digitales robustas y seguras, y avanzar hacia un modelo de cuidados preventivo, proactivo y personalizado, más accesible y sostenible en el que, la atención primaria y los dispositivos de base comunitaria tomen el protagonismo necesario en la atención a la cronicidad.
La aceleración de la transformación digital en salud que estamos viviendo no debe hacernos perder el foco de lo que es verdaderamente importante: mejorar los resultados en salud, la experiencia de los pacientes y promover un buen uso de los recursos para garantizar la sostenibilidad del sistema. Esto exige poner en marcha todas las palancas de transformación de las que disponemos: la actualización del marco regulatorio y la cartera, la alineación de los modelos de compra, sistemas de pago orientados a resultados, la reordenación asistencial con autonomía organizativa, la revisión de los roles profesionales y las practicas colaborativas y, por supuesto, el uso de la tecnología con sistemas y soluciones digitales que resulta un catalizador indispensable.
Personas con enfermedades crónicas como la EPOC, insuficiencia cardíaca, diabetes, hipertensión o asma que requieren una gestión clínica proactiva, personalizada y preventiva; personas con necesidades complejas como pacientes pluripatológicos, demencias, oncología, pacientes que han sufrido accidentes cerebro-vasculares o salud mental, que requieren una gestión del caso y cuidado de la salud integral e integrada con equipos multidisciplinares; así como pacientes post-agudos en los que se debe garantizar un adecuado manejo de las transiciones y los cuidados domiciliarios post agudos, son en los que impactarán más positivamente los servicios de telemonitorización si somos capaces de adoptarlos de un modo estructural para todo el sistema.
Los programas de telemedicina que permiten la monitorización remota de pacientes protegen la salud y el bienestar de los pacientes más vulnerables sin la necesidad de un contacto cara a cara con los equipos asistenciales. Entre otros beneficios, estos programas ayudan a:
• mejorar los resultados en pacientes con enfermedades crónicas,
• mejorar su capacidad de autocuidado y adherencia;
• reducir el riesgo de hospitalizaciones evitables o ingresos urgentes;
• maximizar la capacidad de los dispositivos comunitarios para la detección precoz de posibles agudizaciones;
• permitir un alta más rápida de los pacientes del hospital y reducir el riesgo de reingreso al proporcionar un seguimiento continuo y mayor apoyo en la comunidad.
El impacto que se espera de la telemedicina es alentador. Pero para conseguir unos resultados destacables en la implantación de los servicios de gestión remota de pacientes, no podemos conformarnos con hacer lo mismo que hacíamos, ahora a través de una pantalla, o pensar que es suficiente si empezamos a recomendar aplicaciones móviles de salud. Para que estos servicios tengan el impacto esperado, es importante adoptarlos en un contexto de reordenación compleja de extremo a extremo, que garantice la provisión de las herramientas, el rediseño de procesos asistenciales, el soporte a los pacientes en el uso de estas herramientas, la formación y gestión del cambio para todos los implicados, etc. garantizando, ante todo, la seguridad, sostenibilidad y escalabilidad de las soluciones.
Estamos, en estos momentos, frente a una oportunidad en innovación asistencial sin igual. Una oportunidad que debería permitirnos avanzar definitivamente hacia un modelo de atención mucho más preventivo, proactivo y personalizado, reforzando los dispositivos de base comunitaria y garantizado la proximidad y accesibilidad. En este modelo, la atención no presencial y los servicios de telemedicina como la telemonitorización clínica domiciliaria deben formar parte de la cartera de servicios básicos del sistema sanitario para los pacientes con indicación asistencial, del mismo modo que en servicios sociales la teleasistencia está reconocida como una prestación básica para la monitorización y atención a las personas con dependencia.
Este invierno será un desafío, pero todavía estamos tiempo de poner en marcha servicios de gestión remota y telemonitorización clínica, con soluciones seguras, validadas y certificadas para proteger a los pacientes más vulnerables y facilitar la práctica clínica a los profesionales sanitario y, al mismo tiempo, preservar la calidad asistencial de un sistema que está haciendo frente a unos retos sin precedentes.