Cuando la verdadera transformación erradica en lo humano.
“En lo simple está la verdadera innovación” (Leonardo Da Vinci).
Que vivimos un cambio de época es algo que ha dejado de ser una reflexión o una simple forma de contextualizar algunas justificaciones cuando intentábamos explicar algunos planteamientos disruptivos.
La pandemia ha sido el proceso catalizador que nos ha hecho darnos cuenta de que la realidad de muchos de nuestros hábitos convivían en nosotros a la espera de ser sacudidos y reevaluados con el objetivo de construir una nueva manera de crear valor en nuestras vidas.
Estamos sobreviviendo a un mundo complejo, normativo, incierto, contradictorio, ecléctico, líquido y repleto de directrices que intentamos evaluar desde una lógica cartesiana sin poderla muchas veces, ya no encontrar, si no intuir. A todo ello se suma en paralelo un discurso social donde la humanización en todos los ámbitos empieza a coger una fuerza abrumadora: necesitamos una medicina más humana, se habla de la necesidad de humanizar el sector de la banca tras haber visto cómo las nuevas tecnologías han alejado a un tipo de cliente que no dispone de las competencias digitales para poder acceder a su cuenta bancaria, se insiste en la necesidad de crear políticas más humanas para la España vaciada y dotar de servicios e infraestructuras que ayuden a que los jóvenes quieran quedarse en sus lugares de origen.
En paralelo y desde que estalló la crisis de la COVID 19 se han disparado todas las estrategias digitales y omnicanales de cientos de miles de empresas de todos los sectores productivos del país, coexistiendo a diario con centenares de titulares que destacan la importancia de la gestión de los datos, titulares mesiánicos en relación con la inteligencia artificial, el 5G, la robotización de miles de puestos de trabajo o la creación de un Metaverso en un mundo más y mejor conectado.
Y es ahí donde radica lo tremendamente paradójico en un mundo que gira entorno a una evolución dirigida a mejorar nuestra comunicación y nuestra empatía cuando precisamente ha sido el momento de nuestras vidas donde la accesibilidad y el contacto humano brillaron por su ausencia. Es verdad que la digitalización se convirtió en el sucedáneo durante los meses del confinamiento pandémico a los encuentros familiares y precisamente es durante la pandemia donde se ha demostrado que la digitalidad ha sido sin duda una oportunidad que deberemos tener presente más frecuentemente en nuestro día a día como una herramienta que aporta valor en momentos determinados.
Concretamente en visita médica nos ha permitido acceder a los profesionales sanitarios en momentos donde la accesibilidad ha estado (y sigue estando) en entredicho. Esta falta de accesibilidad ha generado un cambio radical en el planteamiento estratégico hacia una nueva forma de posibilitar el contacto, adaptando cada mensaje a cada canal, cubriendo necesidades específicas y haciéndolo en momentos concretos. Pero no olvidemos a las personas: no todo sirve si las obviamos. Si en nuestro empeño de querer construir una ecuación para crear valor, descuidamos el factor humano, estaremos haciéndonos trampas. No hay, ni habrá herramientas que sustituyan el factor emocional y el calor humano y ese es y será nuestro gran factor diferenciador. Si aportamos valor a lo que hacemos, si vinculamos el ser con el hacer con empatía y emoción, teniendo la capacidad de comprender la vida emocional de nuestro interlocutor para escucharle, entenderle y aportar valor a nuestra interacción.
La digitalización ha permitido agilizar procesos, flexibilizar agendas, acelerar la formación, aumentar la frecuencia de encuentros, llegar donde no llegábamos y optimizar recursos. Ser más autónomos y aprender de otros. Analizar y hacer mejores seguimientos. Pero el gran reto de la industria farmacéutica y el sector sanitario debe ser la “omniempatía” digital: una digitalización al servicio del profesional sanitario y del paciente que nos ayuden a ser más humanos y más empáticos. Esa será la verdadera transformación.